Un viaje al Véneto. Segunda parte.

Verona

Los juramentos de amor son el aliento húmedo de los vientos

Cayo Valerio Catulo

Señor(1997),p. 32.


Un lienzo de colores, una paleta en tonos tierra.
Muros desconchados en sienas y ocres,
pigmentos fríos junto al óxido y la piedra.
Hasta a su río Adigio lo tintan los guijarros.
Así veo a Verona, teñida con su arena.
@soldevillaa

Desperté, sonreí y abandoné la cama como los resortes que dejaron de soportar mi peso. ¡Estaba en la ciudad de Romeo e Giulietta! Al abrir la ventana, aparte del espléndido Sol, entró un olor a bizcocho recién hecho, a pan y a café, que sólo tuve voluntad para enfundarme en el vaquero e ir en busca de aquel perturbador aroma. Con mis gafas de sol puestas, las que ocultan lo que más delatan, enseguida descubrí la pequeña cafetería justo detrás de la urbanización. En la vitrina lucía, en primer plano, una bandeja de horno con un biscotto en forma de capullos de rosas, sobre una base de caramelo, que incitaba al placer con sólo mirarla.
Me desayuné dos trozos. A gusto, como si estuviera deshojando una flor para ver, si con suerte, me salía la opción de tomarte otro. Cuando me gusta algo, bruta soy. Puede que me comiera una bandeja entera en la semana que estuve porque volví cada mañana.

Tenía el resto del día para patearme Verona. ¿Qué más podía querer de esta vida? Aparqué lo más cerca que pude en las afueras del centro histórico sabiendo que, a la vuelta, siempre estaría lo más lejos ya que tendría que contar con mi más que posible pérdida.

Entré en el casco antiguo por la Piazza Brà y en el mismo minuto que vi el impresionante Arena me sentí romana de túnica y palla. Si por fuera su belleza te deja sin respiración, enmudeces cuando entras en el enorme anfiteatro. No lo dudé, subí a lo más alto de sus antiguas gradas y me senté a escuchar las voces del pasado, la de los que vivieron su arena. Busqué el sonido del acero de escudos y espadas. El gemido que te encoge, el del débil; el clamor del gentío al que venció, el que te desgarra. Me imbuí en las encarnizadas luchas de su historia obviando la plataforma roja que cubre ahora su arena, en la que ofrecen maravillosos conciertos tan ajenos a ese pasado y fantaseé lo que pude, hasta que la sangre me salpicó, en aquellos asientos de piedra.
Dada la fecha en la que fui, a finales de agosto, la Piazza Brà estaba a rebosar de piezas para los diversos espectáculos, tanto que fue imposible tener una perspectiva libre de toda su fachada exterior. Vamos, que tengo que volver de nuevo a por ese privilegio de imagen.

¿Nos vamos?

Anfiteatro Arena

De nuevo en la realidad noté como iba apretando el calor y me fui en busca de la casa de Giulietta. Era ya hora de poner a Cupido a lanzar flechas. Sabía que ella era un personaje literario de Shakespeare, pero el deseo por encontrar el amor verdadero tras tocar sus pechos estimularon mi ensoñación de tal manera que no pude evitar ir. Quería cerrar el círculo de poder que sentía desde Mantua por beber las lágrimas de la profetisa Mantova. Al fin y al cabo, todo eran señales…
Emocionada, avanzaba hacia la dirección de la casa —el nº 27 de la Vía Capello—, hasta que llegué al portón de aquel bonito caserón, lo que realmente fue una antigua fonda restaurada. ¡No daba crédito a la escena que se abría ante mis ojos! Un gran tumulto me llevaba en volandas hacia el patio interior. Allí, el gentío aclamaba a cada joven que se asomaba, cada cinco minutos, al supuesto balcón de la famosa escena de amor. Miles de brazos alzaban cámaras fotográficas y móviles para capturar los besos lanzados por aquellas chicas. La famosa estatua estaba impedida de mostrar pecho alguno por demasiadas manos afanosas en tocarlos.
¿Así iba a pedir un amor para mí al Universo? Cerré con rabia mis ojos y, activando mi poder, me quedé sola. Hasta la pobre Giulietta me sonrió, a pesar de ser de piedra. Y me dio tanta pena que no se los toqué. Y algo de grima también, porque el busto era una pura huella dactilar y una tiene sus escrúpulos.

Al salir, vi la pared izquierda cubierta de post-it de colores y con todas las peticiones sobre el amor habidas y por haber. Los inmortalicé con mi móvil y me fui de allí segura de sentir mucho más entre otros antiguos muros de aquella ciudad. Y así fue.
Me enamoré nada más entrar en la Piazza delle Erbe. De los sitios más caóticos y encantadores que he estado en la vida: los puestos de frutas y verduras, las terrazas cubiertas por inmensos parasoles, las casas decoradas con frescos antiguos, la fuente con la Madonna Veronese...

Conserva su impronta medieval y de mercado de hierbas. Sentada a los pies de la Tribuna, el lugar donde juraban cargo los pretores, pensé que había llegado la hora de atravesar por el Paso de la Verdad. ¿Me caería encima el enorme hueso que de allí cuelga? Pues no, miré incluso para arriba harta segura de no ser castigada por decir mentiras.

El Paso de la Verdad
Tumbas de los Scaligeri. Arte funerario gótico

Tras admirar la Piazza dei Signori con los Palazzi de los Scaligeri y conversar con Dante, me asomé a capturar las tumbas de estos poderosos gobernantes del medievo. Mi estómago empezó a rugir por lo que volví hacia atrás en busca del coqueto restaurante, la Osteria Le Vecete, donde había reservado mesa. En una pequeñita terraza puesta sobre una tarima, en plena calle, me pedí un Risotto de Amarone de Valpolicella —denominación de origen de vinos de aquella zona— que fue otra forma de pecar. Porque, ¿hay mil formas, verdad?
Entre el vino del plato y el de la copa, la tentación por volverme a la casa tuvo su espacio pero lo interrumpí con un café espresso doble. La luz de la tarde iba a ser preciosa y la iba a aprovechar.

Visité el Duomo, cuyo campanil inconcluso despunta en el alzado de la ciudad como un faro que la iluminara hasta de día. De allí al Ponte Pietra, el único puente romano de Verona. Quería verlo por detrás y por delante, por arriba y por abajo, cruzarlo y pasear por su orilla izquierda hasta tener enfrente Castelvecchio, el espectacular castillo edificado por Cangrande II. Su visita quedaría para otro día pero su fachada sobre el Adigio la guardé en mi retina, para siempre, esa misma tarde.

Descubrir una ciudad con río desde cualquiera de sus riberas es de las cosas más encantadoras que se pueden hacer cuando viajas. Las casas de colores de Verona que dan vida al agua terrosa del Adigio tienen unas tonalidades que abrazan la nostalgia.
Salí del Medievo despidiéndome de la fortaleza y de su Ponte Scaligero. De él y del Sol que no encontró mejor lugar por donde perderse.

Al día siguiente tenía pensado ir al Lago di Garda, pero volvería de nuevo a visitar las galerías de arte que están dentro del mismo Castelvecchio y la tumba de Romeo e Giulietta por ver si allí encontraba mejor entorno para invocar al amor, por lo que Verona no acaba aquí.


Lago di Garda

Entré por el Sur pero no paré hasta que no tuve la necesidad, un poco antes de Malcesine, un pueblo pesquero a orillas del Garda y allí mismo me quise quedar para siempre, en aquel viejo pantalán que tenía justo enfrente de mí, al ritmo que lo mecía el agua.

Aquel lugar era perfecto para admirar la magnitud del lago. La vista se te pierde en el intenso e inigualable azul del agua.

Volví a parar de nuevo, en aquel lugar, al atardecer. La bruma que se va formando conforme cae el Sol desmarca las siluetas de las montañas como si se fueran perdiendo por el horizonte, de una en una, como por arte de magia. La capacidad que tiene este mundo para sorprendernos es brutal. Instantes en los que la emoción la grito hacia dentro, como si necesitase hacerle el boca a boca al corazón que se encogió con la belleza.

Gritando la emoción hacia dentro,

necesito hacerle el boca a boca a mi corazón que se encogió con la belleza

Al día siguiente salí temprano para Riva del Garda. El norte de aquel lago me llamaba con fuerza. Desde aquel pueblo iba a hacer una excursión a pie hasta Pregasina, una aldea en plena montaña en la que, curiosamente, Jerry —mi amigo de las Islas Orcadas— había dado clases de inglés a un tal Emilio hacía ya unos cuantos años. Se enteró de mi viaje por la zona y me pidió encarecidamente que fuera a saludarle de su parte. Tenía ya 97 años y me dijo que le haría mucha ilusión. Le prometí hacerlo en la creencia de que aquello sería una pequeña excursión de nada. Mapa en mano y sin agua me dirigí al sendero del Ponale, una bonita ruta peatonal que según Jerry iba pegada al lago y por la que llegaría hasta aquel pueblo.

Túnel en el sendero de Ponale

El sendero resultó ser una impresionante subida por el filo de la montaña en la que toda yo iba temblando por vértigo involuntario, más una carretera en zig zag por la que bajaban los ciclistas con la excitación de la muerte en los ojos.

Tras dos horas y dieciocho minutos andando por esas curvas ascendentes, más trozos en los que incluso fui a gatas, llegué a Pregasina. Ya sé que hay vida después de la muerte.
En el único bar pregunté por el legendario Emilio y le fueron a dar aviso como si fuera el gran personaje del lugar. Aquel hombre venía, a su edad, con ropa de haber estado faenando en el campo y no puso pegas para compartir un fuerte vino conmigo. Me habló de su entrañable relación con Jerry y me dijo que era el único superviviente de la clase. Me puso en un trozo de papel su nombre completo, Emilio Togniatti, y se fue tan contento.

¡La prueba!

Pues bien, llegó el momento de bajar lo subido y pregunté si había algún camino que acortara el trayecto. Siguiendo la dirección y a mi intuición me equivoqué metiéndome por senderos demasiado verticales para mí. Llegué antes de tiempo a Riva del Garda pero arañada y rebozada por la tierra que tragué. Me fui derecha al puerto y me compré una botella de agua en el primer sitio que vi. Me dio igual quien me viera: me tiré por la cabeza la mitad y la otra me engulló ella a mí. Sentada al filo del lago, admiré de nuevo aquel paisaje, di gracias a las ramas y raíces a las que me pude agarrar por aquella bajada y feliz volví de nuevo a la casa.

Riva del Garda, vista desde el Puerto


Castelvecchio, Verona

Me acosté a las 9 de la noche. Estaba rendida pero, al mismo tiempo, decidida a levantarme bien temprano para bajar a Verona y hacer algunas fotografías sin la presión de tanta gente por todas partes. Me puse el despertador a las 6 de la mañana y después de un escueto té, me fui a la ciudad. Lo que en un principio pensé que era aún la noche, en realidad fue una tormenta que, a los diez minutos de bajarme del coche, me dejó calada hasta los tuétanos. Los planes cambiaron de nuevo a su merced: tocaba recular, comprar un buen trozo del rico bizcocho de rosas y volver a la casa a desayunar en condiciones.

Por la tarde, tras la tormenta, repetí el camino para visitar Castelvecchio y su museo de arte del Véneto. Me despedí de Romeo y Giulietta en su tumba en San Francesco al Corso y por el camino prendí un pequeño candado rojo en una bonita reja con mi promesa para buscar el amor verdadero, el que se quiere a tu lado sin ninguna necesidad más que la de disfrutarlo.

Me sabes a pluma y a verso,
me vistes de seda,
me abrigas con terciopelo.
Con larga trenza defines mi espalda
y en copa de vino me traes el deseo.
Con la mirada en tu belleza,
entre tus piedras, atrapada quedo.

Soldevillaa

Referencias: mi propio viaje en agosto del 2018 e información de la guía Venecia y el Véneto de El País/Aguilar del 2000.

2 comentarios sobre “Un viaje al Véneto. Segunda parte.

  1. Bien contado, y bien vívido!!!!! ,se nota la ilusión, y la decisión de absorber y captar todo, saboreando cada detalle, con ganas y decisión de vivir…sin concesiones a posibles impedimentos…. Muy valiente!….
    Esto engancha!
    A seguir…

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