De Pisa a Verona parando en Mantua
Origen: Sevilla, España
Destino:Verona, Italia
Distancia: 2108km, en recto
Equipaje: una maleta de cabina y mi máquina de fotos
Para aquel verano del 2018 había reservado ocho noches en una playa en el Sur de Portugal. Luca, nuestra nueva mascota, se había incorporado a la familia en marzo por lo que pensé en hacer planes más tranquilos en la arena, junto al mar. Pero, cuando empiezas a viajar, ya no puedes parar y la sensación de quedarme sin la pasión por descubrir otros mundos me tenía nerviosa, la verdad.
Sin querer —siempre es sin querer— me vi buscando vuelos baratos en internet hasta que la rueda de la fortuna quiso llevarme por cuatro duros a Pisa. Como si nada. Esa zona ya la conocía por lo que, sin salir de Italia, pulsé de nuevo el botón saliéndome otra provocación de esas que no puedes eludir. La suerte me traía de vuelta a Sevilla desde, nada más y nada menos, que Verona, la ciudad de Romeo y Julieta. Por el precio, no sabía si vendría en el vuelo dentro del baño pero llegaría de una forma u otra.
Yo, la que no tenía quien me quisiera, la que tan mal había elegido siempre a los hombres, tenía de pronto la oportunidad de ir a tocarle los pechos a la tallada Julieta para que me diera el poder de atraer en el cosmos al mejor hombre para mí. El más valiente, el más romántico, el mejor amigo…Esta vez, la famosa estatua me iba a conceder el máximo.
È stato il mio momento!
Me vine arriba. Alquilaría una monada de coche y me iría a recorrer parte de la región del Véneto. Me sentía seductora, como una bella actriz de la Cinecittà. ¡Mejor!. Como la escritora de la película aquella, la que se va de viaje un poco más abajo de donde iba yo, la que se enamora de una vieja casa y se la compra. Y la reforma… Una monada de actriz— Diane Lane— y el film, Bajo el sol de la Toscana.
Abrí Google Maps en el ordenador y a vista de pájaro empecé a buscar recorridos interesantes para hacer hacia o desde Verona. Llevaba apuntada mil excursiones, quizás demasiadas.
En dos semanas estaba aterrizando en Pisa, al mediodía de un 21 de agosto, con un calor exactamente igual que del que salí huyendo de Sevilla. Tras alquilar un Mini de color verde botella, emprendí viaje a la ciudad de Mantua, camino de mi destino. Tenía que parar allí, en la ciudad de los lagos, aunque llegara de noche a Verona.
A la hora de un buen café expreso estaba sentada en la Piazza Sordello, a la sombra, disfrutando de la fachada del Palazzo Ducale. Ya me sentía distinta.
Estaba en la ciudad fuente de inspiración de célebres escritores, en la cuna del poeta Virgilio. En un arrebato romántico me sumergí en otra época y paseé y miré hasta que no tuve tiempo de más. Aquello no es grande pero todo en sí encierra una historia de siglos pasados.

Asomando la Basílica di Sant’Andrea bajo un cielo azul espléndido.

Casetones del techo de la Basílica.

No quise perderme la magnífica Basilica di Sant’ Andrea ni la iglesia más antigua de la ciudad, del SXI, la Rotonda di San Lorenzo.

Detalle de fachada de la Rotonda di San Lorenzo. Es redonda.

Interior de la Iglesia de San Lorenzo
Mantua es puro Renacimiento, rodeada por tres lagos artificiales que en su tiempo hicieron como defensa de la ciudad pero que ahora le aportan una extraordinaria belleza por parecer que emerja de entre las propias aguas, que no son otra cosa que las propias lágrimas de Mantova, su profeta. Según cuenta la leyenda, fueron estas las que llenaron dichos lagos dándole el poder de convertir en elegido a quien de ellas bebiera. Demasiado sugerente como para no hacerlo. Recogí el coche y me fui hasta la orilla de uno de sus tres lagos, la que está en la entrada Norte. Y bebí.

Me despedí de la ciudad con pena por no haber tenido más tiempo para disfrutarla y, con el espíritu de la profeta dentro de mí, seguí rumbo a Verona donde me esperaba el chico del apartamento que alquilé para la semana que allí estuve.
Me suelo despistar cuando viajo por lugares inéditos pero mis nuevas facultades me tuvieron que agudizar la distracción porque lo hice mucho en aquel viaje. No recordaba, en ningún otro anterior, tantas rotondas por todas partes. Llegué tarde y a destiempo de todo, pero feliz. Hasta pude cenar algo en un sitio cerca de la casa, pegado a la carretera, un lugar decorado con unas luces de neón que me hicieron dudar de si allí se hacía algo más que comer pizzas. Pero mi ánimo era invencible y mi vista estuvo, en todo momento, recta al plato. Además, estaba en racha, lo podía sentir. El propio dueño de la casa me hizo un inesperado regalo: tuvo el gran detalle de dejarme, en el salón, una botella —de las grandes— de vino tinto de la región de Valpolicella e indicaciones para hacer dos rutas cercanas a Verona, de esas que sólo saben los que viven allí. ¿No estaba a favor del viento?
San Giorgio di Valpolicella
Me imagino cuantos sitios te pierdes cuando viajas por no tener alcance a todo. Uno de los placeres de irse a solas es el de hablar con quien te ponga la vida por delante y preguntarle como si tu felicidad estuviese en sus manos, aunque no lo esté. La gente, por norma general, es generosa y te suele regalar lo que le emociona. En esta ocasión tuve la oportunidad de charlar con Denis, mi casero, y la seguridad, también, de no equivocarme haciéndole caso en sus recomendaciones.
San Giorgio es como un pueblo muy pequeñito, una fracción de Sant’ Ambrogio di Valpolicella, la famosa zona vitícola de la provincia de Verona. Está rodeado por viñedos y olivos y en su horizonte, donde tienen sentado al hombre de piedra, se ve el Lago di Garda.

Denis me contó que toda la piedra que se utilizó para construir la bella Verona salió de aquella zona y, como dato curioso, me instó a fijarme en la puerta de su iglesia porque estaba hecha de su típico mármol rosa. Como para pasar desapercibida…
Las dos inmensas losas eran tres veces más grandes que yo. Cerradas a cal y canto y sin una mínima fisura en sus hechuras, a pesar de poder entrar por una pequeña puerta trasera, el interior estaba tan oscuro que lo que me alumbró me sobrecogió sobremanera.

Recorrí el pequeño pueblo de piedra entre la tormenta y algo de sol. Los viñedos me recordaron el regalo que me esperaba en la casa y tras mi paseo pude saborear unos ñoquis con trufa y queso del lugar, en el patio de un pequeño restaurante, bajo una parra y el cielo del Véneto que sentí como mi poder rugía. ¿Sería ya profeta?
Tengo la costumbre, cuando viajo sola, de comer en el sitio que más me guste allá donde me pille. Cuidándome sin complejos ni cicatería, como debe ser y lo que te recomiendo el día que te decidas a realizar esta aventura de irte contigo mism@ al sitio que elijas.
En el apartamento, desayuno y ceno para compensar pero usando viandas típicas del lugar porque a través de la comida entras en cualquier civilización saboreando el sentir de los que allí viven. Una buena manera ¿no?
Paré a mitad del camino en un pequeño supermercado donde el pomodoro datterino olía desde fuera y en el que también me compré huevos de granja y queso fresco Monte Veronese. La casa tenía un pequeño jardín, perfecto para la cena que me iba a preparar.
Freí el tomate en un poco de aceite para luego hacerme, en la misma sartén, una tortilla rellena con un buen trozo del queso que compré. El vino lo tenía a punto en la nevera. Me había puesto una pequeña copa para brindar entre fogones, volviéndolo a guardar ya de pie y sin calcular que la botella era muy larga para lo bajo que era el contenedor de la misma.
Vamos, que ella salió sola cuando abrí de nuevo la dichosa nevera. El suelo cerámico de la sala se tiñó al instante de un intenso color burdeos y los vecinos, al oír el ruido de semejante impacto entonaron con buena voz un merecido ¡Opa!
Nunca pude imaginar hasta donde puede llegar el vino. Corriendo busqué la fregona para recoger el desastre y entonces, el Ooooopa, sí salió de mí. ¡No había!. De rodillas y a golpe de balleta terminé mi primera noche recogiendo el líquido del dios Baco. Eso sí, la profetisa Mantova me convenció de que derramar vino era una cuestión de pura suerte. ¡Menos mal!.
Soldevillaa
Pd: nos queda por vivir Verona, Borguetto sul Mincio y los pueblos del Lago di Garda. Cada lugar con su pequeña historia, con algo que lo hizo imborrable en mi alma. La aventura de viajar es incomparable.
¡Hasta el siguiente post!
¿Quieres vivirlo conmigo?
Qué bonito y qué recuerdos. Hace un porrón de años cené en una terraza en la Piazza Sordello. En Mantua murió Andrea Mantegna. Es un pintor que me gusta mucho y en una de las iglesias que vi, reconocí una obra suya (fue cuando me enteré que había pasado una buena parte de su vida en esa ciudad)
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Aquello es para irse una vez al año, por lo menos. Me encanta que te haya traído recuerdos: es otra forma de volver…
Mil gracias, Rafael:))
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